Recuerdos
postales: Manuel Martínez Molero
Manuel
Martínez Molero (izda.), Torneo de la ONCE en Jerez 1964
( Autor:
© Javier Cordero Fernández )
Subcampeón
de España postal de 1ª categoría en 1968, la vida le
terminó llevando lejos de los
tableros
¿Qué fue de aquellos ajedrecistas postales, en ocasiones casi anónimos, que jugaron con
entusiasmo en
los movidos años 70 y 80? Muchos de ellos no eran jugadores demasiado conocidos,
generalmente se dedicaban al ajedrez por correspondencia
por falta de tiempo para jugar torneos presenciales, pero no por ello deben quedar enterrados
entre la arena derramada por el paso del tiempo.
Cada persona tiene una historia que contar... ¿por qué no darles voz?
Hoy se la daremos a Manuel Martínez Molero, madrileño
nacido hace ya 85 años (un 27 de febrero) que logró ser
subcampeón de España por correspondencia de 1ª
categoría en 1968 y vivió, y vive, el ajedrez con
pasión y agradecimiento.
Manuel pasó los primeros años de su existencia inmerso en un
conflicto terrible: la guerra civil española, y lo hizo
en Madrid, uno de los epicentros de la contienda... no
parecía un buen comienzo. Ya en la
España de la posguerra conoció el ajedrez y lo hizo de
manos de un vecino, que vivía en el bajo de su edificio, que fue el encargado de enseñarle los movimientos. Su
vecino tenía 7
años y en Reyes había recibido como regalo un ajedrez,
por lo que decidió buscarse un compañero de tablero que
encontró en
el chiquillo del 5º exterior, que sólo tenía 4 años.
Esa primera partida que jugó cayó de lado del más
pequeño, una
victoria que le espoleó e hizo que el ajedrez le
llegase adentro, acompañándole durante el resto de su
vida, incluso a día de hoy.
Manuel
junto a sus dos hermanas
Entre recuerdos en blanco y negro, podemos observar al
pequeño Manuel siempre jugando en la calle, como
raramente ocurre hoy en día, y también, mirando a
través de una puerta levemente entornada, podemos ver a su
joven vecino ajedrecista reunido con su padre, estricto
General del ejército que trabajaba en el Palacio Real, al
que mira fijamente, con extrañeza, mientras éste le prohíbe terminantemente
jugar con los demás niños del barrio. Cuestión de
clases, supongo. Esa prohibición
impidió a Manuel seguir viendo a su nuevo amigo y por ende,
seguir jugando al ajedrez con él.
Fue un pequeño varapalo. Así que Manuel decidió que
debía buscar otro sitio donde poder volver a encontrarse
con un tablero de ajedrez. Por suerte, un tiempo después
supo que en el Frente de Juventudes, que se encontraba al
final de su calle, jugaban al ajedrez, por
lo que allí se personó una tarde:
—Buenas tardes —saludó Manuel al
entrar.
—¡Aquí no se dice buenas tardes!
—le contestó de malas formas un señor que le pareció
un gigante—. Aquí se levanta el brazo y se dice:
¡Buenas tardes, camaradas!
Aquello no le gustó nada a Manuel, que decidió que no
volvería más por allí, hubiese ajedrez o no.
De
camino a Sevilla
El padre de Manuel trabajaba en una óptica de la firma
Ulloa —negocio fundado
por Castor Ulloa Fariña en 1919 y que en aquel entonces
llegó a tener hasta 36 sucursales—,
situada en Madrid. Sin embargo, el Sr. Ulloa quería abrir un local en Sevilla y en
1939 le propuso al Sr. Martínez que fuese él quien lo
regentase. De este modo, el padre se trasladó a Sevilla
mientras su familia se quedaba en Madrid, aunque tres
años después todos se instalaron en la capital
hispalense, en el barrio de Heliópolis, muy cerca del
Benito Villamarín (campo del Real Betis). Manuel sólo tenía 6 años y
se enfrentó a un cambio importante, cambio que también supuso un nuevo
reencuentro con el ajedrez a través de la palabra
escrita: su padre compraba a diario el periódico España
de Tánger, en el cual, los sábados, se publicaba una
partida de ajedrez. De este modo, Manuel pudo aprender la
notación descriptiva y dar sus primeros pasos de verdad
en el ajedrez. Pero fueron pasos solitarios, siempre
leyendo, sin poder encontrar un rival con el que poder
jugar.
Caricatura
de Castor Ulloa Fariñas
Y así fueron pasando los años, con el ajedrez
resistiéndose, hasta llegar al
instituto. Por el camino Manuel se quedó maravillado por
una historia que aparecía en todas los medios: un niño
prodigio español que jugaba al ajedrez como los ángeles
y que estaba siendo tutelado por el mismísimo Alekhine,
en unos tiempos donde los rusos dominaban el ajedrez e
incluso se rumoreaba que lo impartían en las escuelas... —¡qué
maravilla! —pensaba
Manuel, viendo el panorama ajedrecístico desolador que
tenía a su alrededor.
Manuel pasó por varios colegios de curas, para terminar
en el instituto de San Isidoro, en la calle Trajano. Allí
ocurrió algo que le cambió la vida... y no
precisamente a mejor: Manuel se juntó con malas
compañías y se pasó gran parte del cuarto curso de
bachiller en un local de la calle Sierpes, jugando al
billar. En una época en la que se miraba con lupa el
comportamiento de toda persona, el padre de Manuel, hombre
severo, consideró que aquello era inaceptable y tomó una
decisión drástica: viajó con rapidez a Jerez de la
Frontera, alquiló un local donde con la idea de abrir una
óptica,
contrató un gerente y envió a su hijo a Jerez con sólo
14 años. Castor Ulloa tuvo un bonito detalle con la
familia al permitir que la óptica llevase el nombre de su
firma, aunque realmente era propiedad del padre de Manuel.
Los
actos y las consecuencias
Manuel
Martínez Molero en 1955
Para un adolescente, el cambio fue duro, Jerez era una
ciudad pequeña donde no había mucho que hacer, sobre
todo si estabas acostumbrado a la vida de Sevilla. Su
padre pretendía enderezarle y en aquella época no se
andaban con medias tintas, Manuel comía todos los días
en el cuartel de la Policía Armada y dormía en la tienda.
No, no era un cuento de hadas precisamente. Ante esta
perspectiva de vida, Manuel se refugió en el ajedrez: sin
nadie con quien jugar, empezó a leer todo libro de
ajedrez que llegaba a sus manos. De este modo los
jugadores clásicos fueron sus compañeros y sus
profesores: a través de Euwe y Prins pudo conocer a
Capablanca, Nimzowitsch le intentó enseñar su complejo
Sistema, Alekhine le mostró los secretos del ajedrez más
poético con su Gran ajedrez, Keres le enseñó el
ajedrez tal y como él lo veía y con Pachman aprendió a
jugar todo tipo de aperturas.
Con el tiempo las cosas fueron mejorando, Manuel fue
haciendo amigos y pudo disfrutar de algún guateque...
aunque aquellos tiempos eran aquellos tiempos y el local
al que acudía los domingos a bailar, fue clausurado por
el Reverendo Cardenal Segura de Sevilla, que opinaba que
aquella forma de bailar agarrados era pecado y una
abominación.
Finalmente, Manuel terminó encontrando un lugar donde
poder jugar al ajedrez: el club de la ONCE, dirigido por
Ángel Sáez, un buen jugador, invidente, al que siempre se
le ocurrían iniciativas con las que facilitar el acceso
al ajedrez para personas con deficiencias visuales. Ángel
creó un taller donde los chicos ciegos de la ONCE, bajo
su dirección, hacían tableros para invidentes (con las
casillas negras un milímetro más altas que las blancas y
con un pequeño clavo en cada escaque para que las piezas
quedasen firmemente sujetas, con esto se conseguía que
los jugadores no las derribasen al tocarlas para analizar
una posición).
Con Ángel, a pesar de la diferencia de edad, trabó una
gran amistad: en cuanto cerraba la óptica por las tardes,
acudía al club para jugar unas partidas con él. Y en ese
local pasó parte de su juventud, viendo como otros no
podían ver, lo que representó toda una lección de vida.
En aquel club se reunía un buen número de personas con
problemas visuales, había jugadores de todos los niveles,
desde los que necesitaban tocar todas las piezas para
tener claro cuál era la posición, hasta los que no
necesitaban tocar nada ya que podían jugar, como se
conoce en ajedrez, a la ciega (rara expresión en este
caso concreto).
Simultáneas
de Arturo Pomar en Jerez (1954). Manuel Martínez Molero
es el jugador que está en primer término
Ángel Sáez era una persona inquieta y consiguió que a
Jerez viniesen conocidos maestros nacionales para dar
simultáneas: Román Torán, Arturo Pomar, Antonio Medina
o Ricardo Calvo estuvieron por tierras jerezanas
deleitando a los aficionados con su juego. Manuel recuerda
con asombro la sesión dada por Ricardo Calvo: habían
acudido sólo 10 ajedrecistas, todos de la ONCE, más
Manuel. Tras haber realizado unas pocas jugadas, Calvo
detuvo la sesión y dijo:
—En vista de la poca
participación, voy a jugar todas las partidas a la ciega,
el Sr. Martínez (Manuel) será el encargado de ir
transmitiendo las jugadas.
De este modo, Calvo dejó boquiabierta a toda la
concurrencia al ganar las 10 partidas a la ciega y ser
capaz de reproducirlas todas después de la sesión,
malabarismos que resultaban impensables para los
aficionados. Los rivales de Calvo no eran unos
principiantes, varios de ellos estaban encuadrados en 1ª categoría.
A continuación pueden ver algunas partidas que se jugaron en esas
sesiones jerezanas de simultáneas, grandes oportunidades para los
aficionados, que podían competir con los gigantes del
tablero español (en 1954, Manuel no había podido
progresar demasiado y ese hándicap se nota en su partida contra Pomar):
El club de la ONCE fue muy importante para Manuel, allí
encontró un refugio al que acudir y pudo conocer el
ajedrez de competición en los torneos que se
organizaban. El
director del club le dio la oportunidad de ser monitor de
la ONCE, enseñando a jugar al ajedrez a niños de todas
las edades, llegando a crear un equipo con sus alumnos que
jugaba encuentros
contra otros clubes de la región: los domingos viajaban a
Sevilla, Alcalá de Guadaira, Coria del Río y otros
lugares, el equipo se desplazaba a bordo de una furgoneta
que Ángel Sáez ponía a su disposición.
Otro
cambio de rumbo
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Manuel Martínez Molero
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Sin embargo, la vida sigue y no se detiene.
A mediados de los cincuenta, en España se creó una nueva
carrera universitaria: Óptico Optometrista. Se decidió
dar el título a todas las personas que hubieran trabajado
20 años en la profesión, mientras que los que no alcanzasen
esa cifra debían cursar los dos años de estudios, clases
que se impartían en el
Instituto Daza de Valdés (Madrid). Manuel fue uno de los
alumnos que se
matriculó en esta nueva diplomatura,
viviendo en Madrid en la antigua casa de su familia.
Aprovechando la ocasión, también realizó el servicio
militar.
Y con su título de Óptico bajo el brazo, reapareció el
Sr. Ulloa, que le ofreció la plaza de gerente de la
óptica de Jerez, donde tantas noches había dormido
Manuel, que había quedado vacante (el padre de Manuel
había vendido tiempo atrás la óptica a Castor Ulloa, ya
que los viajes hasta Jerez se hacían muy pesados y no era
lo suficientemente rentable). Manuel aceptó la
propuesta y se volvió a trasladar a Jerez, continuando
con una vida
que hasta ese momento había sido de constantes cambios,
con movimientos de caballo continuos. Y consiguió que la
óptica funcionase, siendo la segunda que más vendía de
la firma, sólo superada por la situada en la calle Carmen
de Madrid, que en realidad era la sucursal central del
negocio.
A pesar de que cada vez disponía de menos tiempo libre,
nuestro protagonista se resistía a abandonar el ajedrez.
Y no fue fácil, Ángel Sáez había fallecido y el ajedrez
había desaparecido del club de la ONCE. Sin embargo,
descubrió otro lugar: la Peña Alfil, un club de ajedrez donde se
reunían una docena de jugadores. De los recuerdos de
Manuel salen, soplados entre la bruma del pasado,
nombres como Arturo Puertas, Machuca (presidente de la
peña), Antolín o Salamanca, ajedrecistas del ajedrez
más modesto, pero no por ello menos entusiastas.
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