Una
personalidad fuerte, un optimismo incorregible
( Autor: ©
Javier Cordero Fernández )
Si algo marcó el paso de José Sanz Aguado por el mundo
del ajedrez, fue su fuerte y acusada personalidad.
De carácter un
tanto irascible, siempre se le ha definido con una
palabra: optimismo, un optimismo que se mantenía
imperturbable incluso en la derrota, la cual nunca asumía
y achacaba a causas externas o a algún despiste en
posiciones en las que siempre creía tener ventaja...
aunque más que optimismo, tal vez deberíamos hablar de
un ego cegador.
En cuanto a ajedrez, no admitía posibles réplicas, sus
opiniones eran inamovibles. Solía
discutir variantes después y antes de cada ronda con
quien quisiera escucharle, siempre tozudo, siempre
defendiendo que su posición era superior. No en vano, su
vida giraba en torno al tablero, siendo su gran pasión y
obsesión. Nunca se casó y vivió junto a sus dos
hermanas en una casa que estaba repleta de libros y
revistas de ajedrez, las cuales guardaba incluso debajo de
la cama ante la falta de espacio en las múltiples
estanterías que se repartían por toda la vivienda.
Sanz era un trabajador incansable, por lo que su preparación
era superior a la de muchos de sus rivales. Esa era su
fortaleza y tal vez su gran debilidad, ya que en muchas de sus
partidas se aprecia un juego muy sólido amparado en un
conocimiento impecable en la apertura, aunque también se
aprecia un encorsetamiento y dificultades para tomar la
iniciativa y dejar que la creatividad apareciese en el
medio juego, sobre todo ante rivales de entidad. En esa
fase del juego solía iniciar maniobras posicionales
lentas, como si sus piezas fuesen pesados carros de
combate que trataba de situar en las posiciones idóneas. Su afán
de trabajo le llevó a ser un excepcional finalista, parte
de la partida que fue una de sus grandes debilidades al
principio de su carrera.
Realmente, Sanz creía a ciencia cierta que ningún rival podía
doblegarle... o al menos eso hacía creer, porque en sus
primeros años reconoció que las inseguridades lastraban
enormemente su juego y precisamente su juego, tranquilo y
lento, no era precisamente el de un jugador que las
tuviese todas consigo. Y esa característica no cuadra con
alguna de sus actuaciones, donde una sola derrota le
hacía precipitarse por un abismo que le llevaba a lo más
bajo de la clasificación en las siguientes rondas, o
donde una serie de buenos resultados le colocaba en un
estado de ánimo óptimo que le hacía crecerse en cada
partida.
De lo que no cabe duda es de que digería mal cada derrota
y siempre buscaba alguna explicación que nada tuviese que
ver con su juego (lo que se puede constatar al leer sus
crónicas del Diario Luz, por ejemplo). Contaba con una amplio abanico de
excusas, que usaba sin ningún reparo: gripes, dolores de
cabeza, cansancio por algún viaje, una mala noche con
poco sueño, algún aspecto de la sala de juego... aunque la que más me ha llamado la
atención se refería a las sesiones de simultáneas, en
las que cuando obtenía un mal resultado solía quejarse
de la utilización de distintos tipos de piezas en algunos
tableros (algo lógico en aquella época, donde era
complicado reunir 20 juegos o más del mismo modelo) lo
que, decía, le confundía en grado sumo y hacía que su
juego no pudiese desarrollarse al nivel habitual.
Sanz
se mostraba impetuoso e incansable, capaz de cualquier
cosa ante una derrota. Muy curiosa es la anécdota
acontecida tras una partida ante F. J. Pérez: airado por la derrota
y seguro de sí mismo como sólo el lo podía estar, Sanz retó
a su rival a un match en el que le daba medio caballo de
ventaja, es decir, jugar una partida normal y otra en la
que daba un caballo de ventaja a su rival. Como es lógico,
Pérez no aceptó tan descabellada proposición, aunque
Sanz había lanzado el reto plenamente convencido de ello,
llegando a ponerlo por escrito a través de
un periódico.
En este estado de constante tensión, obsesionado por
demostrar su superioridad, nada importaba si con ello
podía lograr la victoria... obsesión que en ocasiones
nublaba su mente y le hacía tener comportamientos poco
éticos durante sus partidas, tal y como ocurrió en
varias ocasiones durante su carrera. El jugador e
historiador Joaquim Travesset contó una de estas
'maquinaciones' en uno de sus artículos, un acto impropio
de un deporte de caballeros como es el ajedrez: la escena
se desenvolvió durante una partida en la que Sanz se
encontraba en una situación delicada; sin embargo, vio un
rayo de luz que podría salvar su comprometida posición:
se dio cuenta de que su rival había anotado mal su
movimiento en la planilla, anotación que situaba a su
dama en una casilla en la que podía ser capturada.
Aprovechando que su rival, tranquilo y confiado, se había
levantado para observar otras partidas, cambió de lugar
la dama colocándola en la casilla que marcaba la
planilla, tomándola a continuación. Como comprenderán,
el escándalo fue mayúsculo, ya que nada pudo hacer el
rival de Sanz ante semejante artimaña cuando el árbitro
se personó en la escena.
Ese era Sanz, al que consideraban, y no es de extrañar,
gran animador de los torneos. Sus rivales y compañeros,
que le conocían bien, solían gastarle bromas
relacionadas con su exceso de confianza y la 'mala suerte'
que siempre rodeaba a sus partidas, las cuales
aceptaba con resignación e incredulidad, sin variar ni un
ápice su comportamiento, el cual mantuvo hasta el fin de
sus días, días en los que siempre llevó a su lado al
mismo compañero: su querido y fiel ajedrez.
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